jueves, 24 de octubre de 2013

El año en que todo ocurrió. Buscadora

Aquel fue un año de gran trasiego, de búsqueda, de cambios y de hallazgos. En muchas conversaciones surge algo de aquel año. Al final he terminado llamándolo "el año en que todo ocurrió".

Mientras buscaba, conocí a Buscadora, mira por dónde al final parece que gran parte de las lesbianas nos pasamos la vida dando traspiés buscando eso que no llega, encontrando lo que parece ser y acaba no siendo. En definitiva, aprendiendo y desaprendiendo.

Nunca llegué a verla cara a cara y aún así sentí por ella una fuerte atracción. A ella le pasó lo mismo. Estuvimos varios días chateando, con un acuerdo tácito de no hablar de quiénes éramos, ni de dónde vivíamos ni decirnos nuestras edades ni ningún otro dato que nos identificara. Eran largas conversaciones placenteras de cualquier cosa, de la vida, de las miserias y la bondades del ser humano, de literatura, de cine, nos conmovimos con la misma música en la misma hamaca, bajo la misma luna. Luego, un día nos dijimos las edades. Bien, ella entraba en la gama que me parecía adecuada. Me dijo su nombre ¡caramba, se llamaba como la hasta entonces mejor pareja de mi vida! Y para hacer el pleno, trabajaba exactamente en lo mismo que yo. Entonces hubo intercambio de fotos, nombres, teléfonos y todas esas cosas que se hacen con frecuencia ya desde el primer día en que se chatea, es decir, hablamos de lo personal y de ahí a hablar de lo íntimo fue cuestión de pocos días más. ¡Me gustaba!

Compramos dos billetes de ida y vuelta para el siguiente mes y medio, ella para venir a verme, yo para ir a verla. En su turno, que era el primero, se compró una chaqueta roja y a mí me traía tabaco de liar, del que tanto me gustaba, y otros regalos que se quedaron en sorpresas futuras que nunca llegaron a materializarse. Entretanto, le tocó el turno para la inseminación artificial. Llevaba mucho tiempo en lista de espera. Pero dejó pasar la fecha. Me dijo que esperaría para que ese bebé pudiera ser nuestro y no solo suyo.

Poco antes de aquel día de septiembre en que conocí a Buscadora y también a Tina (de la que hablaré en otro momento), me llamó por teléfono Lamujer y me contó que quería quedarse embarazada porque "si no lo hago ahora, ya será demasiado tarde". Como ya digo, eso pasó antes de Buscadora y de Tina y a mí me subió algo del estómago al pecho cuando me habló de un futuro bebé. Me dio pena no poder ser la otra madre. ¿Y quién iba a ser? Ni se lo pregunté ni ella me lo contó, pero a alguna habría elegido ya porque no quería criar un hijo si no era en pareja. Sin embargo, el futurible bebé de Buscadora no me causó el mismo efecto. Me parecía obvio, por otra parte, porque ni siquiera la había visto todavía.

Una semana antes de su llegada le pedí a Buscadora que no viniera. Le expliqué por qué. Lloró y me maldijo largamente y solo supe de ella dos meses más tarde, cuando recibí por mi cumpleaños una maceta de preciosas orquídeas que aún me regala sus flores cada año. Años después la llamé por teléfono, le pregunté cómo estaba. Me dijo "bien, ¿y tú?" y le hablé de cómo estaba yo, que había empezado una etapa bonita de mi vida, que Tina estaba conmigo, y ella zanjó la conversación con un "y yo estoy felizmente casada, tengo que dejarte que tengo prisa", lo que me pareció una invitación a no llamarla más.Y así nunca más supimos la una de la otra.

viernes, 23 de agosto de 2013

Misterio sin resolver

Haría una hora que me había acostado y empezaba a entrar en un sueño profundo cuando escuché un golpe fuerte y seco muy cercano, como si una mesa se hubiese volcado. Casi al mismo tiempo el grito de un hombre y el de una mujer. El de la mujer muy largo, intenso. Los dos muy nítidos, potentes y cercanos. Después, el silencio más absoluto. Ella también lo escuchó todo. Las dos nos despertamos súbitamente y saltamos de la cama para mirar por la ventana -indiscreta-, porque los ruidos parecían haber salido de la ventana de enfrente, que estaba abierta, pero en aquella habitación solo había silencio y oscuridad, igual que en la de más arriba. ¿Lo has oído? -me preguntó- Dos gritos, el de un hombre y el de una mujer. Sí, y un golpe seco -afirmé yo. Pero, aunque parecía imposible, nadie más parecía haber escuchado nada. Ninguna ventana se abrió, ninguna luz se encendió. Al rato volvimos a la cama, aún presas del miedo. Nos quedamos en silencio porque esperábamos oír algo más, algún vecino desvelado por el ruido, algún comentario, alguna persiana que se abriera, pero solo escuchamos el ronquido lejano de alguien que dormía profundamente y, más lejos aún, el llanto de un bebé, sonidos normales de cualquier edificio a las tres de una madrugada de verano. Nos desvelamos, aún esperando que de un momento a otro apareciera la policía en el patio de entrada al edificio. Alguien habría tenido que oírlo aún más de cerca que nosotras. En cambio, nada ocurrió. Al misterio del golpe y los gritos le siguió el del silencio y a éste el de la normalidad de cualquier noche. La normalidad puede ser inquietante. Si hubiera estado sola habría pensado que se trató de una pesadilla, pero ella también lo oyó. ¿O es que tuvimos la misma pesadilla? No nos parece posible.

Amaneció el día y transcurrió la mañana en la serenidad de cualquier amanecer y cualquier mañana de cualquier día de verano. Sin embargo, aún sigo con la sensación de que algo más va a pasar, una explicación convincente de que lo de esta noche no ha sido una pesadilla compartida.